Parece claro a estas alturas, incluso para los más ciegos, que el, hasta hace poco, club más representativo de España ha puesto su proyecto (desbancar a su más directo rival de la cima del fútbol mundial) en manos de un tan buen entrenador (sus números hablan por sí solos) como impresentable persona, José Mourinho.
Los dos partidos correspondientes a la Supercopa de España han dejado definitivamente en evidencia la categoría, la ralea, la calaña del personaje. La extremada violencia mostrada en los terrenos de juego por Pepe, Khedira, Ramos, Marcelo y compañía y la teatralidad de su paisano (el del cuello alzado) son sólo una muestra del rosario de arrogancias, vanidades y engreimientos generado por la enferma y maquiavélica mente del que se ha convertido, para desgracia del madridismo y del fútbol español, en el auténtico y único amo, que no señor, del club merengue. Hasta Florentino está entregado y así le luce -y le lucirá- el pelo.
La agresión al segundo entrenador del Barça en la tangana final del Nou Camp es sólo un resumen evidente de la soberbia que le "adorna", del no saber perder, de cómo –increíblemente- se ha otorgado manga ancha al luso para que arrase con el "fair play" y haga añicos el "respect" por el que abogan la FIFA y la UEFA, quizá las únicas entidades capaces de poner las cosas en su sitio. Si él actúa así, ¿cuesta mucho creer que le pide a sus profesionales comportamientos semejantes?
Pero -¡ojo!- que él no es el único culpable. Que otros, igual de responsables, no se rasguen ahora las vestiduras. Entre todos han creado y alimentado un monstruo que, con toda seguridad, acabará devorándolos: su presidente que le ha otorgado un poder absoluto, convirtiéndolo en Virrey del Bernabéu; la Federación y los comités de competición que no osan condenar sus desmanes con sanciones ejemplares; el Consejo Superior de Deportes, a las órdenes del Gobierno, que con tanta facilidad aprecia alarma social en las cuitas del fútbol sevillano y que hace mutis por el foro cuando se trata de actuar en todo lo que acontece en los alrededores de La Castellana; la Comisión Antiviolencia del Congreso de los Diputados, genuflexa ante la poderosa maquinaria de la central lechera; los medios de comunicación repletos de violentos "ultrasur" que, con su repugnante vehemencia y en brutal colisión entre la libertad de expresión y el derecho a recibir información veraz, defienden a sangre y fuego los métodos del lusitano y de sus "estrellas", arramplando contra todo y contra todos y, para terminar, una masa de seguidores acostumbrada históricamente a hacer de su capa un sayo y que vive momentos de auténtico desconcierto ante la clara inferioridad del mejor Madrid que han conocido.
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