03/02/25. Mi colaboración de
ayer en Sevillainfo
La pregunta es, entonces,
¿qué nos preocupa más, la implementación de los objetivos de la Agenda 2030 en apenas
cinco años, o ese cambio climático tectónico que sellará el destino del
Estrecho dentro de unos 20.000.030 años?
En septiembre de 2015, la Asamblea General de
Naciones Unidas, con una unanimidad que haría
palidecer incluso a los más ardientes seguidores de la dialéctica, aprobó la
célebre Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, un manifiesto de esperanzas
planetarias que promete transformar al mundo en un edén de "personas,
planeta, prosperidad y paz universal". Para tal propósito, se
concibieron diecisiete objetivos, los cuales, como de costumbre, nos fueron
presentados con el radiante optimismo que caracteriza a la progresía del ruido y las nueces. Y, aunque el plazo de
cumplimiento se fijó en tres lustros, ya nos hemos comido dos con el apetito
voraz de quien se lanza a una dieta global sin medir las consecuencias.
“En 2030 no tendrás nada y serás feliz”; la frase para la
posteridad de la danesa Ida Auken no quedó en el olvido y sigue teniendo
continuidad, como eco machacón de aquellas predicciones de 2016 del FMI, en
Davos, meca de la progresía mundial, unas veces bajo el manto protector de Soros,
a veces en el regazo de los cuatro mangutas que pretenden hacerse de oro mientras
la humanidad se convierte en una especie apesebrada, consumidora de bistecs
vegetales “al punto” y pienso compuesto con gaseosa; aunque este año la atención parece haberse desplazado hacia un apoyo, más o menos velado, a
Ucrania, tras el reciente conflicto protagonizado por los descendientes de la
otrora gloriosa URSS que en tan estima siguen teniendo sus pasantes por estas latitudes.
Rebobinemos, si me lo permiten,
hacia la Agenda 2030. Sus diecisiete objetivos de Desarrollo Sostenible no son
sino una amalgama de aspiraciones sublimes que dicen buscar, entre otras nobles
metas, el fin de la pobreza, acabar con el hambre,
garantizar el acceso a la salud, educación de calidad, la igualdad de género,
agua limpia, trabajo digno, infraestructuras resilientes
(por supuesto), reducción de las
desigualdades, ciudades sostenibles, producción y consumo responsables, vida
submarina y ecosistemas terrestres dabuten y, naturalmente, la estrella, la
consagración de la acción climática que tantos dividendos en forma de dólares y de omnímodo
poder sigue repartiendo entre el progresismo de carril.
Sin embargo, la afamada agenda se ha dado de bruces con un
problema “no menor” que podría poner en entredicho los
cálculos de los geopolíticos más audaces: el
cierre -según ha predicho un eminente equipo de geólogos portugueses y así lo
publica la Sociedad Geológica de América- del Estrecho de Gibraltar y la
consiguiente unión de los continentes europeo y africano, dentro de
aproximadamente veinte millones de años, gracias a un proceso tectónico
que no parece estar demasiado interesado en nuestras nobles intenciones
climáticas a corto plazo,
La investigación, fruto
de la colaboración entre la Facultad de Ciencias de la Universidad de Lisboa, el
Instituto Dom Luiz también de Lisboa, y científicos de la Universidad Johannes
Gutenberg de Mainz, se ha centrado
en la región geológica entre la Península Ibérica y África, donde, a su
entender, las fuerzas tectónicas siguen muy activas. Según el modelo
informático tridimensional que han creado, la placa del Mediterráneo occidental
acabará subducida bajo la del Atlántico en el Estrecho de Gibraltar.
Para que ello
ocurra, los científicos anuncian infinidad de terremotos potentes como el que causó la práctica
destrucción de Lisboa el 1 de noviembre de 1755, con un resultado tan desolador
como predecible: el cierre del Estrecho de Gibraltar que “alteraría drásticamente las corrientes marinas y afectaría no solo al
clima de la región sino de la totalidad del planeta”.
Nuestros políticos, preocupados con el clima
que tendremos dentro de un lustro, han descuidado, casi como si no interesara,
el clima del que disfrutarán los terráqueos de dentro de veinte millones de
años, un periodo que puede parecer una eternidad desde la perspectiva humana,
pero que en términos geológicos es apenas un suspiro. Vamos, que está a la
vuelta a la esquina, razón por la que, descuidados por ese lado y atareados con
los efectos inmediatos del CO2, del uso del diesel y de los motores de
combustión, hemos dejado a las placas tectónicas actuar a su antojo, lo que nos
llevará a la catástrofe si no lo evitan -con nuestro caudillo Sánchez al mando-
esos ejércitos a favor de la paz, contra la guerra y por el cambio climático, en
su intento desesperado por anclar -tirando, si necesario fuera, de varias
docenas de piquetas, clavos, cuerdas y piolets- la placa Mediterránea de manera
que no se deslice bajo el borde de la Atlántica. Eso y no otra cosa es pensar
en la humanidad, en la vida animal y vegetal que habitará el planeta pasado mañana, siempre en términos
geológicos.
En fin, en un giro inesperado, si
nos dejamos llevar por las predicciones de los geólogos, podría ocurrir que la
propia naturaleza nos ahorre el problema de construir el ansiado túnel bajo el
Estrecho, proyecto de Carlos Ibáñez que data de 1927 y que, hoy por
hoy, parece tan irrelevante como el último chisme de salón. La pregunta es, entonces,
¿qué nos preocupa más, la implementación de los objetivos de la Agenda 2030 en apenas
cinco años, o ese cambio climático tectónico que sellará el destino del
Estrecho dentro de unos 20.000.030 años? Yo lo tengo claro... y mis dilectos
progrepolíticos también. Cuestión de dólares y de omnímodo poder.
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