“El
fútbol, como la política, igual que la vida misma, desata pasiones,
comportamientos muchas veces irracionales, y el efecto inmediato es el recurso
a la descalificación”
“La
justicia deja de serlo cuando se castiga a voleo, cuando se sanciona en masa,
cuando antes que individualizar a los responsables se hace caer todo el peso de
la ley sobre un conjunto indiscriminado de personas”
“Posiblemente
nos falte ese punto de instrucción y exquisitez del que gozan los justicieros
del balón de cuero, esos jueces imparciales que presumen de fino oído en
el sur y se olvidan el sonotone de Despeñaperros para arriba”
A los asiduos de este diario les extrañará
-aquí y ahora- una referencia al fútbol. No es el caso: hablamos de ominosos
dobles raseros, de la perversión de la justicia a la que tampoco es ajena este
deporte, como tendremos ocasión de comprobar.
Hace unos días el Sevilla FC recibió una
propuesta de sanción por parte del Comité de Competición en cuyo expediente se
solicita el cierre parcial por un partido de una grada de su estadio, el Ramón
Sánchez Pizjuán, al parecer último reducto de la injuria del balompié nacional.
En esta ocasión, los improperios, que merecen la mayor de las repulsas, se
produjeron durante el partido entre el Sevilla y el Málaga de la 16ª jornada de
Liga.
Como mero aficionado me niego a aceptar
que las gradas del resto de estadios españoles estén abarrotadas de monjes
benedictinos y de misioneras agustinas. Es más, como viajero cotidiano y
observador habitual de este mundillo por los confines de España y de la vieja
Europa, puedo confirmarlo: el fútbol, como la política, igual que la vida
misma, desata pasiones, comportamientos muchas veces irracionales, y el efecto
inmediato es el recurso a la descalificación. Para nuestra desgracia, como
conjunto organizado de seres humanos en la búsqueda permanente de la felicidad,
el insulto y la difamación -igual que la alabanza y la fraternidad, en
extravagante cóctel- forman parte de nuestras vidas.
Sin embargo, impartir justicia sancionando
por conductas incívicas a los ocupantes de un sector, de una grada o de un
estadio al completo, arrastra consigo un castigo arbitrario y desproporcionado,
un inaceptable pago de “justos por pecadores” que deja traslucir el mugriento
embeleco de una justicia de chichinabo. La justicia deja de serlo cuando
se castiga a voleo, cuando se sanciona en masa, cuando antes que individualizar
a los responsables -como hoy es posible gracias a los medios técnicos
implantados en los estadios- se hace caer todo el peso de la ley sobre un
conjunto indiscriminado de personas, algunas de las cuales cometieron el
error de estar en el lugar inapropiado en el momento más inoportuno.
¿Es que los improperios a una ciudad
hermana, o a un club del barrio cercano, por parte de un grupo de
descerebrados, no tienen idéntica respuesta en los majaretas de “la otra
acera”? ¿Es que los macabros cánticos hacia un deportista tristemente fallecido
han desaparecido de las inmediaciones del Manzanares? ¿Es que los tiernos
calificativos (“yonkis y gitanos”) que continúan escuchándose en las cercanías
de La Castellana son un alegato en contra de la violencia, el racismo, la
xenofobia o la intolerancia? Todavía peor: ¿Es que cerca de El Bocho o de La
Concha no continúan siendo habituales las prédicas y la exhibición de símbolos
proetarras? ¿Es que los insultos e improperios al himno nacional o los cánticos
de “independencia” que se escuchan un día sí y otro también en las cercanías de
La Diagonal los días de partido, entre el ondear de banderas alegales, están
amparados -como afirman sus defensores- en la libertad de expresión y no
suponen una ofensa a toda una nación, además de un ataque directo a las leyes
que nos rigen?
Cierto es que, desacertada e
históricamente, los asistentes a los estadios se han creído en poder de todos
los derechos habidos y por haber porque “para eso pago mi entrada”, sin reparar
en que cuando, por ejemplo, esas mismas personas, asisten a un espectáculo
insulso de teatro ni se les ocurre levantar la voz, como si en esta ocasión el
ticket fuera de gañote.
El mundo avanza y siempre han de ser
bienvenidas las medidas educacionales en pos de una sociedad más tolerante y
transigente. Quizá los mortales que seguimos acudiendo a las gradas con un
bocadillo de chopepó envuelto en papel de aluminio (para que lo manosee
el segurata de turno) y una botella de agua sin tapón (prohibido el
alcohol en los recintos deportivos), estemos, en materia de educación, a
distancias siderales de los ocupantes de esos palcos vips convertidos en
refectorios (¡ora pro nobis!) del buen jamón y del mejor ribera del duero.
Posiblemente, también, nos falte ese punto de instrucción y exquisitez del que
gozan los justicieros del balón de cuero, esos jueces imparciales que
presumen de fino oído en el sur y se olvidan el sonotone de
Despeñaperros para arriba.
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