17/06/15. Mi colaboración de
ayer en El
Demócrata Liberal
Sábado de
investiduras en los ayuntamientos españoles, domingo de toma de posesión en el
Parlamento de Andalucía. Primero, los alcaldes… y alcaldesas, después estapresidenta.
Mientras el
frentepopulismo, recauda las preciadas rentas, el Partido Popular -que merced a
pactos entendibles y contra natura, pierde casi la mitad de las 34 capitales de
provincia que lideraba, entre ellas Madrid, Valencia y Sevilla- retiene
aún 3.000 alcaldías, situándose otra vez como partido más votado, a la cabeza
del ranking y pese al aguacero.
Y es ahora cuando,
de nuevo, a la vista de los resultados de estos arreglos imposibles, se produce
el histórico e histriónico conflicto de dos palabras con la misma raíz pero de
distinto significado: legalidad y legitimidad.
Resulta
incuestionable que la ley es la única que marca la frontera entre lo legal y lo
ilegal. La legitimidad, empero, se justifica, con la ética, con la moral de
quien toma las decisiones. Así, considerando legal lo ordenado por la ley,
surge a continuación la pregunta: ¿siempre es legítima la ley? Frente a los que
contestan afirmativamente, con rotundidad habrá de replicarse que no siempre y,
para terrible ejemplo, ahí está la historia plagada de decisiones tan legales
como inmorales y abyectas.
La
legitimidad emerge de la voluntad expresada por quien es el titular del poder
soberano, en este caso del pueblo español, quien democráticamente se pronuncia
periódicamente ante determinados hechos o intereses, cuestión radicalmente
distinta de los sentimientos, de la voluntad, de los que, a la postre, resultan
ser sus simples apoderados.
Si
no fuera así, ¿cómo se explicarían los pactos en sentidos antagónicos de las
mismas fuerzas políticas en una localidad y en la más próxima, en el pleno de
un ayuntamiento o en la cámara autonómica? Ejemplos múltiples: ¿Cómo entender
que Ciudadanos apoye la investidura de una candidata del PSOE en el Parlamento
Andaluz, de otra del PP en el Ayuntamiento de Madrid o se abstenga
-forzadamente- en Almería para propiciar un alcalde popular? ¿Cómo concebir,
hace ahora cuatro años, que la misma fuerza, Izquierda Unida, merced a su
abstención, invistiera a un presidente del PP en Extremadura, en tanto que en
Andalucía, meses después, se empotraba en el gobierno con el PSOE? ¿A cuento de
qué, si no, las palabras del nuevo Alcalde de Sevilla -excusatio
non petita, accusatio
manifesta- en su toma de posesión: “esto no es un fraude, es democrático...
”?
Aunque
la realidad se muestre tozuda la interpretación se hace al antojo: parece claro
que los electores andaluces (65 %) votaron por un cambio radical, nada que ver
con el particular “fallo” dictado por los electos al día siguiente, u ochenta y
dos días después de las elecciones, más aún cuando, desvergonzadamente, las
avenencias llegan al tiempo que se ciscan sin rubor en sus palabras de días
antes. Y si no que se lo pregunten a Juan Marín: “Pactar con el PSOE es traicionar la
ilusión de la gente”, o a Pedro Sánchez: “El PSOE no pactará con Podemos”... “El PSOE no pactará con los
populismos”... “El PSOE descarta pactar con
Bildu”...
Todo vale para que los favorecidos, que no
elegidos, merced a pactos tri, tetra, penta y hasta sexta partitos, retuerzan a
su antojo la voluntad popular, cuya
interpretación -en aras de la legitimidad- debiera corresponder únicamente a
sus soberanos, a la nación, a la gente como es ahora la moda, motivo por el que
ya están tardando todos los partidos políticos en proceder, tirando de
legalidad, a la reforma de la ley electoral que permita la segunda vuelta ante
situaciones de ingobernabilidad como las que se divisan en el horizonte.
Estos
dragomanes supremos de la voluntad legitimaria se reputan ungidos por la gracia
del pueblo para, sin sonrojarse, decir digo y Diego a la misma hora, en su
pueblo y en el de al lado, o incluso en el propio pasados unos meses. Pero no,
por encima de sus ladeadas decisiones ha de prevalecer siempre la libertad
individual, la única capaz de interpretar deseos propios en detrimento de los
eslóganes de voceros políticos en los que florecen otra clase de intereses en
nada coincidentes con la del ciudadano de a pié.
Concluyendo: una
cosa es la legalidad (lo prescrito por ley y conforme a ella),
que es lo que ha brillado en -casi- todos los plenarios, y otra la
legitimidad, que no corresponde a los electos sino a los electores. Y digo casi
porque no en todos sitios se ha cumplido ni siquiera con la ley: las tomas de
posesión en ayuntamientos nacionalistas catalanes, navarros y vascos, y en
consistorios y parlamentos podemistas del resto de España, han estado preñadas
de proclamas inconstitucionales y contra legem que la Fiscalía General del
Estado ya está tardando en combatir con todo el poder de la ley, otra vez la
legalidad.
En clave doméstica,
las dudas sobre los apaños comienzan a florecer:
¿Qué ocultas fuerzas
de la política son capaces de encumbrar a un candidato para, a renglón seguido,
pasar a la oposición, tirando de desdén y soberbia? ¿En base a qué intereses
inconfesables la candidata de Participa Sevilla (Podemos) es capaz de firmar el
apoyo a Juan Espadas mientras le niega el saludo? Si ni entre ellos se
pueden ver, si no se fían y así lo han proclamado, ¿cómo nos van a pedir
confianza a los que, con nuestro voto, los ignoramos?
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Mientras esto ocurría, Juan Ignacio Zoido se
despedía tras reducir drásticamente la deuda en cuatro años, ganar las
elecciones y dejar ahí las arcas prestas y dispuestas para “mejores logros”.
Eso sí, haciendo el canelo según el explícito reconocimiento del excalde de
Sevilla Manuel del Valle, cuyo consejo le llegaba anteayer, ya demasiado tarde:
“tendría que haber gastado más y dejarle la
losa al que viene detrás”, reconvención que, a buen seguro, será acogida
por el novel primer edil sevillano: ¿Otra de setas? ¡Otra de setas!
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