miércoles, 17 de junio de 2015

Legalidad vs. legitimidad



17/06/15. Mi colaboración de ayer en El Demócrata Liberal


Sábado de investiduras en los ayuntamientos españoles, domingo de toma de posesión en el Parlamento de Andalucía. Primero, los alcaldes… y alcaldesas, después estapresidenta.

Mientras el frentepopulismo, recauda las preciadas rentas, el Partido Popular -que merced a pactos entendibles y contra natura, pierde casi la mitad de las 34 capitales de provincia que lideraba, entre ellas Madrid, Valencia y Sevilla- retiene aún 3.000 alcaldías, situándose otra vez como partido más votado, a la cabeza del ranking y pese al aguacero.

Y es ahora cuando, de nuevo, a la vista de los resultados de estos arreglos imposibles, se produce el histórico e histriónico conflicto de dos palabras con la misma raíz pero de distinto significado: legalidad y legitimidad.

Resulta incuestionable que la ley es la única que marca la frontera entre lo legal y lo ilegal. La legitimidad, empero, se justifica, con la ética, con la moral de quien toma las decisiones. Así, considerando legal lo ordenado por la ley, surge a continuación la pregunta: ¿siempre es legítima la ley? Frente a los que contestan afirmativamente, con rotundidad habrá de replicarse que no siempre y, para terrible ejemplo, ahí está la historia plagada de decisiones tan legales como inmorales y abyectas.
La legitimidad emerge de la voluntad expresada por quien es el titular del poder soberano, en este caso del pueblo español, quien democráticamente se pronuncia periódicamente ante determinados hechos o intereses, cuestión radicalmente distinta de los sentimientos, de la voluntad, de los que, a la postre, resultan ser sus simples apoderados.
Si no fuera así, ¿cómo se explicarían los pactos en sentidos antagónicos de las mismas fuerzas políticas en una localidad y en la más próxima, en el pleno de un ayuntamiento o en la cámara autonómica? Ejemplos múltiples: ¿Cómo entender que Ciudadanos apoye la investidura de una candidata del PSOE en el Parlamento Andaluz, de otra del PP en el Ayuntamiento de Madrid o se abstenga -forzadamente- en Almería para propiciar un alcalde popular? ¿Cómo concebir, hace ahora cuatro años, que la misma fuerza, Izquierda Unida, merced a su abstención, invistiera a un presidente del PP en Extremadura, en tanto que en Andalucía, meses después, se empotraba en el gobierno con el PSOE? ¿A cuento de qué, si no, las palabras del nuevo Alcalde de Sevilla -excusatio non petita, accusatio manifesta- en su toma de posesión: “esto no es un fraude, es democrático... ”?
Aunque la realidad se muestre tozuda la interpretación se hace al antojo: parece claro que los electores andaluces (65 %) votaron por un cambio radical, nada que ver con el particular “fallo” dictado por los electos al día siguiente, u ochenta y dos días después de las elecciones, más aún cuando, desvergonzadamente, las avenencias llegan al tiempo que se ciscan sin rubor en sus palabras de días antes. Y si no que se lo pregunten a Juan Marín: “Pactar con el PSOE es traicionar la ilusión de la gente”, o a Pedro Sánchez: “El PSOE no pactará con Podemos”... “El PSOE no pactará con los populismos”... “El PSOE descarta pactar con Bildu”...
Todo vale para que los favorecidos, que no elegidos, merced a pactos tri, tetra, penta y hasta sexta partitos, retuerzan a su antojo la voluntad popular, cuya interpretación -en aras de la legitimidad- debiera corresponder únicamente a sus soberanos, a la nación, a la gente como es ahora la moda, motivo por el que ya están tardando todos los partidos políticos en proceder, tirando de legalidad, a la reforma de la ley electoral que permita la segunda vuelta ante situaciones de ingobernabilidad como las que se divisan en el horizonte.
Estos dragomanes supremos de la voluntad legitimaria se reputan ungidos por la gracia del pueblo para, sin sonrojarse, decir digo y Diego a la misma hora, en su pueblo y en el de al lado, o incluso en el propio pasados unos meses. Pero no, por encima de sus ladeadas decisiones ha de prevalecer siempre la libertad individual, la única capaz de interpretar deseos propios en detrimento de los eslóganes de voceros políticos en los que florecen otra clase de intereses en nada coincidentes con la del ciudadano de a pié.
Concluyendo: una cosa es la legalidad (lo prescrito por ley y conforme a ella), que es lo que ha brillado en -casi- todos los plenarios, y otra la legitimidad, que no corresponde a los electos sino a los electores. Y digo casi porque no en todos sitios se ha cumplido ni siquiera con la ley: las tomas de posesión en ayuntamientos nacionalistas catalanes, navarros y vascos, y en consistorios y parlamentos podemistas del resto de España, han estado preñadas de proclamas inconstitucionales y contra legem que la Fiscalía General del Estado ya está tardando en combatir con todo el poder de la ley, otra vez la legalidad.

En clave doméstica, las dudas sobre los apaños comienzan a florecer:

¿Qué ocultas fuerzas de la política son capaces de encumbrar a un candidato para, a renglón seguido, pasar a la oposición, tirando de desdén y soberbia? ¿En base a qué intereses inconfesables la candidata de Participa Sevilla (Podemos) es capaz de firmar el apoyo a Juan Espadas mientras le niega el saludo? Si ni entre ellos se pueden ver, si no se fían y así lo han proclamado, ¿cómo nos van a pedir confianza a los que, con nuestro voto, los ignoramos?

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Mientras esto ocurría, Juan Ignacio Zoido se despedía tras reducir drásticamente la deuda en cuatro años, ganar las elecciones y dejar ahí las arcas prestas y dispuestas para “mejores logros”. Eso sí, haciendo el canelo según el explícito reconocimiento del excalde de Sevilla Manuel del Valle, cuyo consejo le llegaba anteayer, ya demasiado tarde: “tendría que haber gastado más y dejarle la losa al que viene detrás”, reconvención que, a buen seguro, será acogida por el novel primer edil sevillano: ¿Otra de setas? ¡Otra de setas!

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