“¿Las subvenciones de los ERE,
igual que las ayudas a la formación y otras muchas, de verdad que han sido
públicas, transparentes, concurrentes, objetivas, iguales o uniformes?”
“¿No se ha preguntado la
instructora por la posibilidad de que otras empresas, otros trabajadores, estén
en igual o peor situación y no hayan sido atendidos por la arbitraria mano de
la administración?”
“El uso y abuso de la
discrecionalidad atenta contra la seguridad jurídica y la convierte en
arbitraria al anteponer el capricho a la ley o a la razón y, a estas alturas,
Núñez Bolaños no se ha percatado de ello”
Apuntaba la juez
Núñez Bolaños en el auto que archiva la enésima pieza de los ERE: "Resulta evidente que, aún cuando pudiera considerarse que las
resoluciones son contrarias a derecho, en ningún caso pueden considerarse
injustas, pues aún cuando se utilizara
un procedimiento inadecuado o ilegal lo cierto es que la ayuda se
concede a una empresa en crisis, con una necesidad justificada y a unos
trabajadores que reunían todos y cada uno de los requisitos para ser
beneficiarios de las mismas".
En tanto en cuanto
la Audiencia Provincial de Sevilla resuelve el recurso planteado, de esta forma
tan sutil como descaminada, la instructora ad
hoc va dando carpetazos, uno tras otro, a la práctica totalidad de las 96
piezas que conforman la causa, porque, según estima, "no puede apreciarse delito de prevaricación y lo mismo cabe decir respecto al delito de malversación de caudales públicos,
existiendo causa legítima que justifica el desplazamiento del dinero en
perjuicio del erario público".
A ver si nos
aclaramos: el otorgamiento de subvenciones ha sido jauja y se ha solventado históricamente con una legislación menor y
dispersa que servía para que cada caudillo
hiciera de su capa un sayo en forma de injusto maná -próspero y abundante en
ocasiones- sobre sus preferidos. Si bien estaba permitida la discrecionalidad
-entendida como el criterio de funcionarios y autoridades en todo lo no
contemplado en las reglas- no fue hasta el final del gobierno de Aznar cuando,
mediante ley, se pretendió acabar con su uso y abuso, lo que había desembocado
en la absoluta arbitrariedad, y nulidad por tanto, de cada vez más ayudas
públicas.
Y digo se pretendió
porque, si Guerra enterró a Montesquieu, determinados servicios de la
administración general de la Junta de Andalucía y, sobretodo, de la paralela, dieron por incinerada, recién
nacida, la Ley 38/2003, General de Subvenciones, la misma que ordena en su
artículo 8.3 que la gestión de las mismas “se
realizará de acuerdo con los siguientes principios: a) Publicidad, transparencia, concurrencia, objetividad, igualdad y no
discriminación. b) Eficacia en el cumplimiento de los objetivos fijados por la
Administración otorgante. c) Eficiencia en la asignación y utilización de los
recursos públicos”; la misma que establece, en el 22.1, que “el procedimiento
ordinario de concesión de subvenciones se tramitará en régimen de concurrencia competitiva”,
aclarando que “se trata de un procedimiento mediante el cual la concesión de
subvenciones se realiza mediante la comparación
de las solicitudes presentadas, a fin de establecer una prelación entre las
mismas de acuerdo con los criterios de valoración previamente fijados en las
bases reguladoras…”; la misma, en definitiva, que en el 22.2.c deja
meridianamente claro que, mediante el procedimiento de concesión directa, solo excepcionalmente
podrán concederse “aquellas otras subvenciones en que se acrediten razones de
interés público, social, económico o humanitario, u otras debidamente
justificadas que dificulten su convocatoria pública”.
No faltó tiempo
para que por estos lares se hiciera ordinario lo excepcional, se destrozaran
los principios y fundamentos de la ley y se bendijera la concesión directa como
remedio de todos los males: ¿Las subvenciones de los ERE, igual que las ayudas
a la formación y otras muchas, de verdad que han sido públicas, transparentes,
concurrentes, objetivas, iguales o uniformes? ¿De verdad que se ha sido eficaz
en el cumplimiento de los objetivos? ¿De verdad que también eficiente? ¿Quién
justificaba, y en base a qué criterios, que una empresa precisaba la ayuda
porque estaba en crisis? ¿Quién certificaba, por el contrario, que ninguna otra
lo estaba? ¿Podía aspirar a ella la quincallería de la esquina, el taller
mecánico del polígono o el frutero del barrio, o estaba reservada, como algún
implicado ha reconocido, para la “paz social” de grandes empresas y el
“silencio cómplice” de sindicatos mayoritarios?
De la lectura del
auto se desprende que, para considerar legalmente obtenida una ayuda, a la juez
le ha bastado con que se conceda a una empresa en crisis, con una
necesidad justificada y a unos trabajadores que reúnen los requisitos. ¿No se
ha preguntado la instructora por la posibilidad de que otras empresas, otros trabajadores,
estén en igual o peor situación y no hayan sido atendidos por la arbitraria
mano de la administración?
El uso y abuso de
la discrecionalidad atenta contra la seguridad jurídica y la convierte en arbitraria
al anteponer el capricho a la ley o a la razón y, a estas alturas, Núñez
Bolaños no se ha percatado de ello.
P.S.- El razonamiento de la juez suena a la misma cantinela que usan
partidos políticos y sindicatos con los trabajadores
digitales de la administración paralela: “¡Cómo vamos a echar a treinta mil
personas a la calle, tienen sus derechos!”, chapurrean los mismos que niegan a
centenares de miles de pacientes opositores la posibilidad de acceder a esos
puestos de trabajo tirando de los principios de igualdad, mérito y capacidad.
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