jueves, 16 de marzo de 2017

La grosera línea entre la discrecionalidad y la arbitrariedad





16/03/17. Mi colaboración de ayer en El Demócrata Liberal

“¿Las subvenciones de los ERE, igual que las ayudas a la formación y otras muchas, de verdad que han sido públicas, transparentes, concurrentes, objetivas, iguales o uniformes?”

“¿No se ha preguntado la instructora por la posibilidad de que otras empresas, otros trabajadores, estén en igual o peor situación y no hayan sido atendidos por la arbitraria mano de la administración?”

“El uso y abuso de la discrecionalidad atenta contra la seguridad jurídica y la convierte en arbitraria al anteponer el capricho a la ley o a la razón y, a estas alturas, Núñez Bolaños no se ha percatado de ello”


Apuntaba la juez Núñez Bolaños en el auto que archiva la enésima pieza de los ERE: "Resulta evidente que, aún cuando pudiera considerarse que las resoluciones son contrarias a derecho, en ningún caso pueden considerarse injustas, pues aún cuando se utilizara un procedimiento inadecuado o ilegal lo cierto es que la ayuda se concede a una empresa en crisis, con una necesidad justificada y a unos trabajadores que reunían todos y cada uno de los requisitos para ser beneficiarios de las mismas".

En tanto en cuanto la Audiencia Provincial de Sevilla resuelve el recurso planteado, de esta forma tan sutil como descaminada, la instructora ad hoc va dando carpetazos, uno tras otro, a la práctica totalidad de las 96 piezas que conforman la causa, porque, según estima, "no puede apreciarse delito de prevaricación y lo mismo cabe decir respecto al delito de malversación de caudales públicos, existiendo causa legítima que justifica el desplazamiento del dinero en perjuicio del erario público".

A ver si nos aclaramos: el otorgamiento de subvenciones ha sido jauja y se ha solventado históricamente con una legislación menor y dispersa que servía para que cada caudillo hiciera de su capa un sayo en forma de injusto maná -próspero y abundante en ocasiones- sobre sus preferidos. Si bien estaba permitida la discrecionalidad -entendida como el criterio de funcionarios y autoridades en todo lo no contemplado en las reglas- no fue hasta el final del gobierno de Aznar cuando, mediante ley, se pretendió acabar con su uso y abuso, lo que había desembocado en la absoluta arbitrariedad, y nulidad por tanto, de cada vez más ayudas públicas.

Y digo se pretendió porque, si Guerra enterró a Montesquieu, determinados servicios de la administración general de la Junta de Andalucía y, sobretodo, de la paralela, dieron por incinerada, recién nacida, la Ley 38/2003, General de Subvenciones, la misma que ordena en su artículo 8.3 que la gestión de las mismas “se realizará de acuerdo con los siguientes principios: a) Publicidad, transparencia, concurrencia, objetividad, igualdad y no discriminación. b) Eficacia en el cumplimiento de los objetivos fijados por la Administración otorgante. c) Eficiencia en la asignación y utilización de los recursos públicos; la misma que establece, en el 22.1, que “el procedimiento ordinario de concesión de subvenciones se tramitará en régimen de concurrencia competitiva”, aclarando que “se trata de un procedimiento mediante el cual la concesión de subvenciones se realiza mediante la comparación de las solicitudes presentadas, a fin de establecer una prelación entre las mismas de acuerdo con los criterios de valoración previamente fijados en las bases reguladoras…”; la misma, en definitiva, que en el 22.2.c deja meridianamente claro que, mediante el procedimiento de concesión directa, solo excepcionalmente podrán concederse “aquellas otras subvenciones en que se acrediten razones de interés público, social, económico o humanitario, u otras debidamente justificadas que dificulten su convocatoria pública”.

No faltó tiempo para que por estos lares se hiciera ordinario lo excepcional, se destrozaran los principios y fundamentos de la ley y se bendijera la concesión directa como remedio de todos los males: ¿Las subvenciones de los ERE, igual que las ayudas a la formación y otras muchas, de verdad que han sido públicas, transparentes, concurrentes, objetivas, iguales o uniformes? ¿De verdad que se ha sido eficaz en el cumplimiento de los objetivos? ¿De verdad que también eficiente? ¿Quién justificaba, y en base a qué criterios, que una empresa precisaba la ayuda porque estaba en crisis? ¿Quién certificaba, por el contrario, que ninguna otra lo estaba? ¿Podía aspirar a ella la quincallería de la esquina, el taller mecánico del polígono o el frutero del barrio, o estaba reservada, como algún implicado ha reconocido, para la “paz social” de grandes empresas y el “silencio cómplice” de sindicatos mayoritarios?

De la lectura del auto se desprende que, para considerar legalmente obtenida una ayuda, a la juez le ha bastado con que se conceda a una empresa en crisis, con una necesidad justificada y a unos trabajadores que reúnen los requisitos. ¿No se ha preguntado la instructora por la posibilidad de que otras empresas, otros trabajadores, estén en igual o peor situación y no hayan sido atendidos por la arbitraria mano de la administración?

El uso y abuso de la discrecionalidad atenta contra la seguridad jurídica y la convierte en arbitraria al anteponer el capricho a la ley o a la razón y, a estas alturas, Núñez Bolaños no se ha percatado de ello.


P.S.- El razonamiento de la juez suena a la misma cantinela que usan partidos políticos y sindicatos con los trabajadores digitales de la administración paralela: “¡Cómo vamos a echar a treinta mil personas a la calle, tienen sus derechos!”, chapurrean los mismos que niegan a centenares de miles de pacientes opositores la posibilidad de acceder a esos puestos de trabajo tirando de los principios de igualdad, mérito y capacidad.

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