07/10/15. Mi colaboración de
ayer en El
Demócrata Liberal
Un mes, tan solo un
mes, ha sido suficiente para volver a la rutina. Poco más de 30 días le ha
sobrado a la sociedad globalizada, y a la española en particular, para
olvidarse de él; tal es así que, incluso, habrá quien ponga en duda si alguna
vez existió.
La foto del cuerpo
sin vida de Alan Kurdi, de tres años, en la arena de la playa turca de Bodrum,
es ya historia; un borroso recuerdo desdeñado y postergado por un vecindario facilón
y egoístamente olvidadizo, una vez dado por concluido el continuo machaqueo de
esas televisiones que nos mostraron el auténtico drama, y que, cierto es, a la
vista de los resultados, nunca lo fue suficientemente.
Se mostrarán, no
obstante, en desacuerdo, quienes repliquen que, gracias a aquella imagen, los
estados y las organizaciones internacionales se pusieron en alerta y tomaron
-por fin- decisiones que concluirían con el drama de los refugiados. Todo una
burda mentira: los responsables políticos conocían de primera mano, principalmente
por informaciones directas de los gobiernos turco, italiano y griego, de la
magnitud del problema, por lo que el intento de solución -devenido en
simulacro- ya estaba en marcha antes de que la imagen de Alan se hiciera
mundialmente famosa.
De forma espuria y
vil limpiamos nuestras conciencias y nos quitamos el muerto de encima: “el problema ya está en manos de quien tiene
que aportar las soluciones; esa centena de millar larga de refugiados, que representa
solo la punta del iceberg, ya está repartida por media Europa y, además
-menudos somos- hemos colocado en Getafe al entrenador de fútbol sirio
zancadilleado por una periodista húngara”. Así, de nuevo convertimos la
anécdota en noticia, el suceso en macrosolución para, a continuación,
proclamarnos grandes y solidarios mientras, eso sí, con el codo apoyado en la
barra de la taberna, despiezamos otra delicia de la Costa de la Luz y nos
bebemos hasta el agua de los floreros.
Seguimos sin ser
conscientes de que esa avanzadilla es solo una pequeña parte de la gigantesca
remesa de seres humanos que continúa huyendo del horror de Siria y de otros
lugares sojuzgados por la guerra y/o la hambruna; desesperación, horror y
terror que allí continúan atascados y a los que ahora se suma el fuego cruzado
de “aliados” internacionales (los últimos Rusia y Francia) que no se sabe bien
a quien apuntan, ni parecen tener claro lo más elemental: quiénes son los buenos
y quiénes lo malos en un conflicto que lo único que tiene asegurado es que los
más desfavorecidos serán los de siempre.
En definitiva, un
montaje más en el tablero de la geopolítica que nos hace desvivirnos por unos expatriados
de Premier League, en detrimento de
otros, de Segunda Provincial. ¿Por qué, si no, abrimos complacidos las puertas
de Los Pirineos, mientras invertimos fortunas en concertinas en las fronteras de
Ceuta y Melilla?
Una vez más la
noticia de portada deja de tener virtualidad cuando agota su recorrido (el que
somos capaces de tolerar) y cuando vuelve
a camuflarse sin pudor entre las que atañen a cientos de niños y adultos sin
rostro que desaparecen a diario en el Mediterráneo devorados por alimañas a las
que, por supuesto, eternamente “agradeceremos” su natural comportamiento antes
de que (ojos que no ven… ) aparezcan fotos que nos hagan estremecer de nuevo.
A la vista de aquel
ya lejano suceso, nuestro insensible corazón -ese que permitimos irracional, insensata
e irreflexivamente que nos moldeen a diario los más pérfidos alfareros de la
telebasura- es capaz de vidriar nuestros ojos con lágrimas (de cocodrilo) con
la misma facilidad que nuestro selectivo cerebro se especializa en depurar la
técnica para descarnar langostinos con una mano sin manchar el reluciente
catavino que sostiene la otra.
Mucho temo, Alan,
que con tu marcha, como ocurre con todas las muertes, has perdido
principalmente tú, y muy cerca de ti, tu familia. El resto de mortales, los que
esperan algún día compartir contigo la eternidad y los que aseveran que ya solo
queda tu recuerdo, permanecen -persistimos- entre llantinas y gimoteos, reclamando
al camarero otra toallita refrescante con aroma a limón, en un intento
desesperado por limpiar nuestras conciencias como si en ellas morara ese característico
y pasajero olor a crustáceo cocido que queda entre los dedos, una vez chupados
con deleite hasta la extenuación.
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