04/05/16. Mi colaboración de
ayer en El
Demócrata Liberal
“El debate sugerido no es
nuevo: la independencia de jueces y tribunales, cierto es, resulta un logro
imposible al cien por cien”
“Con su glorioso ‘¡Montesquieu ha muerto!’, Alfonso Guerra
quiso dejar bien claro que aquello de la separación de poderes, que había
repudiado el mismísimo Emperador de Francia sin conseguir revocarlo, no era
obstáculo para que él se la cargara de un plumazo”
“No puede, no debe,
transcurrir una legislatura más sin resucitar a Montesquieu, para quien la
libertad es producto del ordenamiento legal construido sobre la base de la
separación de los poderes principales del Estado”
“Si sube Podemos es que la sociedad está
enferma”. Por lo demás: “los jueces de instrucción actúan como si
fueran reyes de taifas”; y no solo eso: “los
fiscales no son independientes porque pueden recibir instrucciones de
superiores jerárquicos según el color político”.
No pocos de los
lectores de este diario estarán de acuerdo con alegatos como los anteriores: Respecto
al origen más o menos patógeno de los votos podemitas,
las opiniones son tan libres como atinadas o equivocadas puedan resultar las que
se viertan sobre los apoyos que reciben el resto de formaciones políticas. Por
otra parte, que “la justicia es un
cachondeo” lo asegura media España desde que el ahora encarcelado Pedro
Pacheco hiciera famoso el aserto.
Lo insólito es que tales
aseveraciones hayan sido pronunciadas por alguien que conoce en profundidad el
mundillo judicial, por un fiscal en excedencia al mando de la Justicia en
Andalucía; lo que ha levantando la lógica polvareda, ventisca casi, que no ha
amainado ni tras sus públicas disculpas, al asegurar que solo pretendía “abrir un debate sobre la situación de la
justicia y los poderes políticos”.
El debate sugerido
no es nuevo: la independencia de jueces y tribunales, cierto es, resulta un
logro imposible al cien por cien desde el mismo instante en que la justicia se
imparte por hombres y mujeres que, en su condición y no por enfundarse la toga,
se desembarazan por arte de magia de creencias, dogmas, influencias, apegos,
aprecios, predilecciones, aversiones, resentimientos o desafectos, motivos la
mayoría de ellos que les obligarían a apartarse de conocer asuntos que pongan
en entredicho el único imperio al que se deben, el de la ley.
Hace dos siglos,
Napoleón Bonaparte instituyó la figura del juez de instrucción, revistiéndola
de independencia para investigar los delitos más graves y de poder suficiente para
privar de los derechos más preciados a las personas. Tal fue la potestad que
puso en sus manos que, para su desgracia, acabó reconociendo que “el hombre más poderoso de Francia no soy
yo, sino el juez instructor”.
Poco antes,
Montesquieu, insigne precursor del liberalismo, había desarrollado las ideas de
John Locke. En “El espíritu de las leyes” se mostró admirado por las
instituciones políticas inglesas, lo que le indujo a afirmar que la ley es lo
más importante del Estado, elaborando finalmente la teoría de la separación de poderes.
En España, el
artículo 122.3 de la Constitución señalaba y
señala aún que “el CGPJ estará
integrado por el Presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por
veinte miembros nombrados por el Rey por un período de cinco años. De éstos, doce entre Jueces y Magistrados de
todas las categorías judiciales, en los términos que establezca la Ley
Orgánica; cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados y cuatro a propuesta
del Senado, elegidos en ambos casos por mayoría de tres quintos de sus
miembros, entre abogados y otros juristas, todos ellos de reconocida
competencia y con más de quince años de ejercicio en su profesión”.
En 1980, la Ley
Orgánica del Consejo General del Poder Judicial desarrollaba el precepto constitucional
sin más interpretación que la literal: ocho miembros del CGPJ serían elegidos
por las Cortes Generales y doce por los
componentes del Poder Judicial.
Sin embargo, en
1985, Felipe González y su mayoría absoluta se toparon con que los jueces
elegidos por este sistema no se plegaban a sus designios. Así, el pensador
francés de la Ilustración, que había “entregado la cuchara” en 1755, no contaba
con que 230 años después un gobierno socialista le volviera a dar sepultura. Para
ello reformó la Ley Orgánica del Poder Judicial y los veinte vocales -la totalidad- pasaron a ser elegidos
por las Cortes Generales mediante mayoría cualificada de 3/5. Una fórmula que, fatalmente,
politizó hasta las cachas al citado órgano. Con su glorioso “¡Montesquieu ha muerto!”, Alfonso
Guerra quiso dejar bien claro que aquello de la separación de poderes, que había repudiado el mismísimo Emperador
de Francia sin conseguir revocarlo, no era obstáculo para que él se la cargara
de un plumazo.
Después, Aznar no
cumplió su promesa y, además, tardó seis años en
abordar “su” reforma, desvirtuada y descafeinada, junto a
los socialistas: No fue hasta 2001 cuando se reguló la elección de los
doce jueces y magistrados, por el Congreso y el Senado, seis cada uno, a partir
de una terna de 36 candidatos propuestos por las asociaciones profesionales de
la judicatura y por un número de jueces y magistrados que representaran,
al menos el dos por ciento de los que se encontraran en activo. El “pacto light por
la justicia” acometido por los populares, ni acabó con el
corporativismo, ni avaló la independencia del tercer poder.
Pero la contrariedad
por la ausencia de independencia no viene dada tan solo por la composición del
Consejo, que también, sino por la potestas
de que se han revestido sus miembros para elegir discrecionalmente a la élite
judicial: presidentes de sala, de secciones, de tribunales superiores o de
audiencias provinciales, todo ello al mejor estilo de la “libre designación” juntera. Ahí radica el quid de la cuestión;
problema, por otra parte, que se solventaría con el simple concurso de méritos
reglado para los ascensos.
El uso desmesurado
de poderes desorbitantes por el juez y su contrapuesto y perenne examen
político resultan las dos caras de una moneda que difícilmente encontrará el
equilibrio.
No puede, no debe,
transcurrir una legislatura más sin resucitar a Montesquieu, para quien la
libertad es producto del ordenamiento legal construido sobre la base de la
separación de los poderes principales del Estado; algo, por otra parte, a lo
que no están dispuestos ni los partidos tradicionales ni los de nuevo cuño, en
especial Podemos que sueña (y no se esconden para decirlo) con el estricto
control sobre la judicatura al más puro estilo bolivariano.
Tendrá que ser la
sociedad civil quien, desde la calle, señale a sus mandatarios el camino por
recorrer. Perdón, ¿qué he dicho?, ¿la sociedad... qué?
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